Memorias del tabaco

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Fumábamos desde los catorce o los quince años porque esa era una manera de afirmarse como adultos: igual que llevar pantalón largo y no corto, o que peinarse con raya y no con todo el flequillo hacia delante, o que tomar cañas en los bares con los amigos, reservando algunas monedas para poner música en la máquina de discos. Fumábamos en clase cuando algún profesor majo nos lo permitía. Fumaban en clase los profesores, casi todos. Uno de ellos, de Ciencias, tenía el don de mantener la columna de ceniza intacta hasta casi el final del cigarrillo, cuando se le desmoronaba en las solapas de la chaqueta. El profesor de Religión liaba sus cigarrillos desplegando sobre la mesa una arcaica petaca y un librillo de papel de fumar. Fumábamos cuando nos reuníamos en el cuarto de alguien a escuchar los discos que habíamos llevado cada uno de nuestra casa. Alguien trajo una vez un disco de Pink Floyd y decidió que hacía más efecto aquella música astral si la escuchábamos a oscuras, iluminados tan sólo por las brasas intermitentes de los cigarrillos.

Imaginarse escritor era quedarse fumando delante de la máquina de escribir hasta altas horas de la noche. El papel podía permanecer en blanco pero en el cenicero estaba lleno de colillas al final de la sesión. En el que no fumaba había algo de raro, de no completamente masculino. Las chicas fumaban sin tragarse bien el humo y con la mano derecha. Fumar con la izquierda era propio de varones. Fumaba el médico que nos auscultaba en el ambulatorio y el celador que nos daba el número y el que empujaba la camilla. Fumábamos en los autobuses, en los trenes, en los cuartos de pensión, en las aulas de la facultad, en las reuniones clandestinas, en los cursillos de formación marxista, en los comedores universitarios. Empezamos a viajar en avión y los asientos tenían un pequeño cenicero donde aplastar las colillas cuando se acercaba el momento del aterrizaje. Fumábamos en los vuelos transoceánicos, doce o catorce horas respirando una nube cada vez más densa y más respirada de humo de tabaco. Fumábamos con el café del desayuno, con la última copa de la noche, antes de acostarnos.

Ahora parece increíble pero era así. Nadie pensaba que no fuera normal. Entrábamos a las ocho de la mañana en la oficina e inmediatamente empezaban a encenderse los primeros cigarrillos. Fumábamos cuando éramos felices y fumábamos cuando éramos desgraciados, en los encuentros profesionales y en las citas amorosas. Fumábamos en los coches y en los taxis. Fumábamos para tranquilizarnos antes de hacer una llamada difícil de teléfono y también para darnos empuje en el preludio de cualquier tarea. Fumábamos en el restaurante mientras llegaba la comida y fumábamos entre plato y plato y luego fumábamos con el café y con las copas de la sobremesa.

Yo no había escrito una sola línea sin fumar. El tabaco y el mechero formaban parte del ritual de la escritura igual que los cuadernos, la pluma, la máquina de escribir, la pila de folios en blanco. No fumar nos parecía reaccionario. No fumar era de gimnastas americanos idiotizados por la salud. No fumar era inconcebible. No fumar era algo que nunca habrían hecho Lauren Bacall o Philip Marlowe.

Estaban las toses, claro, la presión en el pecho, la intoxicación de nicotina al despertar después de una noche de trabajo y de humo. Me acuerdo de la impresión que me hizo enterarme de que Raymond Carver acababa de morir de cáncer de pulmón. Lo que más difícil me parecía era separar la escritura del hábito de fumar. Esperé a intentarlo cuando no tenía un libro entre manos. Hubo un primer día completo sin encender un cigarrillo. Al principio era como si el tiempo no tuviera puntos ni comas, falto de la pauta que marcaba el tabaco. Hubo un primer artículo entero escrito sin nicotina. Luego todo un relato largo: me acuerdo bien, Nada del otro mundo. Después me fui a Virginia y por primera vez viví en un ambiente en el que pasaban días enteros sin ver gente fumando y sin oler a tabaco. Soñaba que volvía a fumar y me despertaba el disgusto conmigo mismo, con mi falta de voluntad. Los aromas  estallaban a mi alrededor con un poderío inusitado: una mandarina que alguien pelaba en el otro extremo de un comedor, una colonia olida al cruzarme con una mujer, los árboles empapados de lluvia en un sendero por el que iba hacia la universidad.

Qué raro parece ahora haber fumado: qué alivio que hayan pasado casi veinte años, y que por fin vuelva a ser una tentación y una posibilidad desayunar en la barra de un bar en Madrid, comer en un pequeño restaurante sin salir de él con la ropa y el pelo impregnados de ese olor que durante tantos años me envolvió sin que yo lo notara.